jueves, 7 de marzo de 2013

No más miedo.

No nos atrevemos a dejar de sentir algo que, aunque duele, nos demuestra que estamos vivos y que lo vivido era real. Es ahí cuando el miedo se convierte en la guía de nuestros pasos. 

Solemos meditar todo, recapitular hasta las posibilidades más improbables, las causas más remotas que nos podrían llevar a un futuro incierto. Somos así por naturaleza, no podemos evitarlo.
Y en la simplicidad que oculta todo esto, descubro que el motivo de nuestra tristeza no es el hecho de perder algo ni dejar de sentir (pues en el fondo sabemos que, de un modo u otro, acabaremos volviendo a sentirnos así) sino el vacío que nos deja y la cantidad de probabilidades que no podemos controlar.

El miedo a lo desconocido, a no saber qué nos va a traer el mañana.
La tristeza que nos da quien a su vez nos deja no es más que el reflejo del miedo que nos da el sentirnos abandonados e inconscientes de todo aquello que nadie sabe que vendrá. 

Por eso quiero liberarme del miedo. Huir de él y refugiarme en la seguridad de que el mañana, en su incertidumbre, es lo que alumbra el camino que sospechamos desierto y sombrío. 

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